Tradicionalmente, y mirado desde el punto de vista de un lego, el traductor era “el que sabe perfecto los dos idiomas”, una combinación de lingüista y sabio universal. Su tarea era contemplada más o menos así: recibir un texto en lengua de origen, y entregar un texto en lengua de destino. Lo que sucedía entre medio, se supone que lo sabía hacer todo él solo. Y así sigue siendo en muchos casos. Aunque no en todos.
En efecto: con el crecimiento del comercio internacional, el explosivo desarrollo de la industria del lenguaje a nivel global, la incorporación de nuevas tecnologías, la vasta y variopinta disponibilidad de recursos humanos en traducción, y muchas veces el apremiante factor tiempo, nos enfrentamos a una verdadera jungla global.
Hay una tendencia a subdividir tareas para producir en equipo la traducción de ese texto original que antes era tarea exclusiva de ese gran experto individual que era el traductor. Y es así que hoy en día, hay todo tipo de gente que se dedica a cosas parecidas dentro del campo de los servicios lingüísticos, no siempre están bien diferenciadas sus tareas; y también nos tropezamos con actores que se abusan de la capacidad de prestación de algunos servicios en desmedro de la calidad final.
Por tanto, se impone aclarar conceptos, especificar tareas, establecer estándares; para así saber bien qué, cómo, dónde y a quién exigir, y evitar que la responsabilidad se diluya en un interminable mar de actores en juego. Una realidad a menudo desconocida para los uruguayos y otros pueblos de países pequeños, donde la industria del lenguaje propia es de escala más bien pequeña.
LA CALIDAD, ¿DÓNDE RADICA?
Últimamente, se habla mucho de normas de calidad; están, por ejemplo, la antigua DIN 2345, sustituida por la EN 15038; en los Estados Unidos también estaba a estudio una norma. Se discute mucho si es pertinente o no su aplicación; y también, se habla de “certificación”. Hay agencias que ya tienen el sello de calidad. Pero… ¿es suficiente con eso?
Decir que alcanza para producir una buena traducción con una certificación de calidad, es como decir que alcanza con ser egresado de la Facultad de Arquitectura para ser un buen arquitecto.
Y ya que de arquitectura me gusta hablar: ¿sabían quiénes fueron los maestros del Movimiento Moderno en arquitectura? Walter Gropius, fundador de la Bauhaus, era arquitecto y urbanista; Ludwig Mies van der Rohe, en cambio, egresó con apenas 15 años de una escuela industrial y se puso a trabajar, el resto lo aprendió en la práctica; tan bueno llegó a ser, que terminó rivalizando con Gropius, a pesar de que éste tenía una formación académica muy superior. Piensen que Mies van der Rohe fue desarrolló nada menos que el concepto de “rascacielos con planta libre y núcleo de servicios”, tan difundido en las últimas 5 décadas, y también la estética de la estructura visible.
En Estados Unidos, Frank Lloyd Wright, otro extraordinario maestro, estuvo un par de años en la Universidad y dejó; también aprendió trabajando. Hoy, todos estos nombres son referentes vitales para entender la evolución de la arquitectura y el diseño modernos.
En Uruguay, Eladio Dieste es recordado como el mejor arquitecto de la segunda mitad del siglo XX. Era de profesión ingeniero mecánico; sin embargo, uno ingresa a la iglesia de San Pedro del Durazno, o a la del Cristo Obrero en Estación Atlántida, y su encantadora arquitectura en ladrillo emociona por su calidez y la paz que irradia; inimaginable que eso es “una obra de ingeniero”. Otras obras suyas en ladrillo armado lograron soluciones maestras a la distribución del espacio en grandes superficies. Tal fue la genialidad de Dieste, que la Facultad de Arquitectura le otorgó un título honorífico de arquitecto, cuando es en realidad la propia calidad de sus obras que ya le había merecido el reconocimiento dentro y fuera de fronteras.
Otro uruguayo destacado en este campo fue el tacuaremboense Leonel Viera, creador del conocido puente en forma de W invertida en la Barra de Maldonado, además del techo colgante del Cilindro Municipal de Montevideo. ¿Arquitecto o ingeniero civil? Ni uno, ni otro; era tan sólo ingenioso.
¿Qué es lo que hizo de estas personas excelentes arquitectos, si su formación era tan dispar? La respuesta es: además de una innata habilidad para diseñar, se supieron adaptar a nuevas situaciones, y actuar con profesionalismo y responsabilidad. Apuntaron a honrar la calidad de sus producciones.
Con estos breves ejemplos (es posible encontrar muchos otros en cualquier profesión), se ve claramente: la calidad no depende necesariamente del título universitario específico, por más que éste sin duda ayuda. Tanto o más importante, es la capacidad de adaptación a esas nuevas situaciones concretas que cada uno encara a su manera.
ANTES DE LAS NORMAS, EL CAOS
Nuevas situaciones: he ahí la cuestión. La hoy llamada industria del lenguaje, tan antigua como la cultura y el comercio, e inclusive anterior a la invención de la escritura si pensamos en los intérpretes, está parada hoy en una verdadera encrucijada. Y en dicha encrucijada, la calidad del producto final (la traducción) es tanto o más importante que antes, si tenemos en cuenta la impredecible y rápida difusión que puede llegar a tener, así sea una enciclopedia entera, un prospecto de medicina, un artículo periodístico, o simplemente la etiqueta con instrucciones de lavado de un gorro.
Para ejemplificar a lo que me vi enfrentado, voy a narrar brevemente cómo llegué a la industria del lenguaje.
Alemania, año 2000. El lugar: una empresa constructora e inmobiliaria. Un proyecto muy ambicioso, que incluía métodos de construcción de gestión sistematizada, calefacción solar, y hasta generación de energía eléctrica. Todo era de una enorme responsabilidad; y era fundamental entender bien los conceptos, para poderlo llevar a la práctica aquí en Uruguay, en nuestro ambiente y en nuestra cultura. Yo sabía muy bien que tan sólo una palabra mal traducida, podía significar un fracaso comercial, un perjuicio contractual, o hasta la muerte de un operario. A tal punto llegaba mi preocupación. Así fue que nació el traductor, adentro mismo de la profesión de arquitecto.
Pasaron unos años, corrió agua bajo los puentes; llegamos a 2004, y como mi anhelo era llegar a trabajar en lo que hago ahora (traducciones de la industria de la construcción a nivel profesional), estoy haciendo mis primeras armas en la industria del lenguaje; mi primer proyecto grande de traducción, con el cual pagué derecho de piso, no era precisamente de arquitectura. Estaba además aprendiendo un endiablado programa llamado TRADOS, y a la vez tratando de entender qué es un diente trapezoidal de hoja de sierra, un accionamiento de husillo, y un refrigerante-lubricante. Todo demandó mucho estudio, investigación, ponerme en el lugar del operario que lo utiliza (y que no tiene mucho tiempo de estudiar qué es esa máquina que tiene que usar ya mismo). Hasta tuve que corregir errores conceptuales en el material de referencia que me mandaban; todo, a fuerza de criterio, esfuerzo, responsabilidad; sobre todo, una cuestión de conciencia.
Para mi relativo alivio, este trabajo no lo recibía el cliente final, sino que pasaba por editor y corrector, y la responsabilidad por la traducción frente al cliente (una importante fábrica de maquinaria industrial) corría por cuenta de la agencia que me contrató.
Transcurrieron un par de años, y fui viendo de todo. Exigencias de muy diversa índole; desde el “arréglate como puedas”, hasta “consulta estos 10 glosarios de referencia y cíñete al contenido de la memoria de traducción para mantener la coherencia”; en materia de gerentes de proyectos, hubo buenos y de los otros. Y las veces que me encomendaron hacer correcciones, el trabajo en pocas líneas decía “Necesito proofreader, alemán>español, cantidad 10 mil palabras, tema industrial"; pagaban una tarifa correspondiente a una corrección final, pero en realidad pretendían que yo editase la traducción hecha por otro (también mal pago).
En esta especie de jungla, ¿no se impone acaso poner un poco de orden?
DESPUÉS DE LA NORMA: HECHA LA LEY, HECHA LA TRAMPA
Las leyes procuran imponer orden. Pero es bien sabido que están los maestros en el “hecha la ley, hecha la trampa”; y en el otro extremo, están quienes consideran que la ley es insuficiente, que podrá estar bien en su espíritu pero magra su implementación, y se abocan a manejarse con su propia reglamentación interna, que con sus exigencias supera los estándares de la ley.
Así me ha ocurrido con algunas agencias para las cuales trabajé. El pliego incluido en el contrato que firmé con ellos, era muy ambicioso. Y lo mejor del caso: el 90% de su contenido, me parecía que era de obvio sentido común en aras de procurar la excelencia. Desde revisar que no falte nada del original, hasta el diseño de la presentación del documento, y desde la precisión terminológica hasta el estilo del texto.
A cada rato me cruzo con quienes trabajan “a lo loco”. Muchas veces, la línea que separa al buen trabajo en fecha del mal trabajo a lo apurado, es muy sutil.
Por otra parte: es importante el “nuevo orden” para dar respuesta al “nuevo caos”; pero también cuenta mucho lo que uno trae ordenado en su interior desde mucho tiempo atrás. Me refiero a la formación, por supuesto que cuando la misma es sólida.
Si bien quien les habla apenas tomó clases de traducciones (en este salón hay algunas compañeras de aquel curso en el Instituto Anglo al cual sólo pude asistir 4 meses el año pasado), lo medular lo aprendí en mis épocas de estudiante. A los 23 años, en el curso de formación de docentes de lengua extranjera en el Instituto Goethe, una PhD alemana (tan sabia, que elaboró un diccionario sobre uruguayismos), me dio las que fueron prácticamente mis únicas lecciones de nivel académico en lingüística, fonética, gramática comparada. El vastísimo panorama que se abrió frente a mis ojos, me sirvió para ordenar mi cabeza; pero fundamentalmente, para aprender a sentir admiración frente a los lingüistas que realmente saben, y humildad respecto de lo que logré aprender.
Esto, Sres., es lo que hizo de mí lo que soy: un arquitecto-traductor, que siempre procura consultar con lingüistas que saben mucho más, en búsqueda de la calidad y la excelencia como ineludible logro de equipo.
DEFINIENDO CONCEPTOS E IDONEIDADES
Con todo respeto por los traductores públicos que todavía trabajan en la soledad de sus escritorios, trataré de dar un pantallazo del panorama de tareas al que nos enfrentamos en proyectos gestionados por agencias. Que conste que en la práctica, estas funciones a veces se suelen fungir en una misma persona; pero por otro lado, en especial si los tiempos apremian, es imperioso repartir el trabajo.
a) El Traductor propiamente dicho: sin duda, el tiene la mayor responsabilidad en este trabajo; todo el resto del proceso de traducir se basa en esta primera parte. Es discutible si la persona idónea es un traductor especializado, o un profesional con conocimientos de idioma. En otras palabras: si la traducción la va a hacer XX, o si la hago yo.
b) Revisor, o Editor: verifica que se haya hecho todo el trabajo completo, que no falten frases o trozos de las mismas, y además se aplica el principio de “cuatro ojos ven más que dos”. El idóneo para esta tarea, debería reunir similares condiciones a quien traduce.
c) Corrector, llamado a veces Proofreader (aunque este nombre viene del ámbito editorial): lee el texto final, haciéndole las correcciones de estilo necesarias. Si esta tarea la realiza un profesor del idioma de destino, y que prácticamente no tenga conocimientos del idioma de origen, tiene la ventaja de la imparcialidad. Al respecto, me cabe comentar: conozco traductores públicos experimentados, que reconocen que sus traducciones, si no tienen suficiente tiempo de maduración, de algún modo “huelen” al idioma original, ya sea en el armado de la frase o en la distribución de los signos de puntuación.
Cualquiera de estos pasos puede implicar consultar con el actor anterior, o devolver el texto completo para hacer correcciones puntuales. Y aquí, para evitar fricciones entre personas, conviene que haya estipuladas instrucciones bien precisas, de antemano, acerca de cuáles criterios seguir. Y es de buen criterio que, en caso de discusión, la última palabra la tenga el traductor propiamente dicho.
Pueden entrar otros actores en escena. Por ejemplo, un experto en terminología que realice un trabajo de extracción terminológica específico para esa traducción; un experto en informática que conozca al detalle las minucias de los programas de traducción asistida por computadora; y el infaltable Project Manager dirigiendo y orientando procesos, también en el poco agradable pero necesario aspecto económico.
PERSPECTIVAS DE FUTURO
Mucho se discute y se seguirá discutiendo acerca de lo apropiado o no de esta modalidad de trabajo; pero todo parece indicar que ha llegado para quedarse. Y a su vez, coexistiendo con otros modos de trabajar más tradicionales.
Es frecuente oír hablar de malas traducciones que después deben ser retraducidas. Y esto no es patrimonio exclusivo de la industria del lenguaje: se ve también en otros campos. A la corta o a la larga, “lo barato termina saliendo muy caro”, por el contrario, “la calidad bien pagada, se paga sola”.
Lo más complejo, tal vez, es la disparidad de leyes y reglamentaciones que hay de país a país; por ejemplo, Uruguay y Argentina tienen la carrera de traductor público, mientras que en otras latitudes, cualquier persona considerada idóneo jura ante el Poder Judicial u otro órgano y ya le conceden la licencia oficial para traducir; hay países donde se trabaja sobre estándares y otros donde no se hace. Sin olvidarnos de lo que necesariamente sucede en espacios económicos comunes como la Unión Europea, el NAFTA o el Mercosur. Y por último, no nos olvidemos que Internet se convierte en una especie de salto de garrocha, que permite en muchos casos pasar por encima de varias fronteras al mismo tiempo, no sólo geográficas.
Estableciendo criterios de medición de la calidad de una traducción, la misma se podría evaluar en procedimientos híbridos de aseguramiento de la calidad de procesos y de resultados. El desarrollo de estos procedimientos de aseguramiento de la calidad, sin duda que va a ser complejo y no exento de discusiones y controversias; pero no es imposible. Va a requerir de un cambio radical en las actitudes de amplios sectores de una industria que está sufriendo un cambio tan rápido como vigoroso. En vez de considerar estas propuestas de gestión de la calidad como una amenaza, se las debería considerar una contribución para el crecimiento organizado de la industria, en un clima que ya de por sí es una verdadera jungla competitiva.
Sin duda que tener estándares ampliamente conocidos y difundidos, ayudará a que los potenciales clientes se sepan orientar mejor. También la experiencia y la reputación de los actores cuentan muchísimo. Y por último, el ineludible compromiso de los propios actores involucrados con la búsqueda de la excelencia, con el trabajo a conciencia, con sentido de cooperación interdisciplinaria, y con la responsabilidad profesional que a cada uno le compete.
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